Los consumidores se están volviendo protagonistas, se organizan para generar, comercializar y usar eficientemente la energía renovable.
Ayer culminó en los Emiratos Árabes la reunión COP 28 sobre cambio climático. La situación cada año es más crítica. La incapacidad de las naciones del mundo de asumir compromisos ambiciosos no solo pone en riesgo la supervivencia de las sociedades como hoy las conocemos, sino la supervivencia de nuestra especie. Si no logramos revertir la tendencia al aumento de la temperatura, en las próximas décadas habrá más tragedias naturales asociadas al cambio climático y se exacerbarán los conflictos entre comunidades y países.
Los gobiernos tienen un enorme poder para reducir las emisiones de gases efecto invernadero. Pueden ofrecer incentivos a las energías limpias, liderar la transición con inversión pública o desestimular el uso de combustibles contaminantes, entre muchas otras posibilidades. Las decisiones que pueden salvar a la humanidad dependen de las intervenciones decididas del sector público. No hay lugar a ambigüedades. Los gobernantes de las naciones del mundo deben enviar las señales correctas o este planeta no será habitable para las generaciones futuras.
En Colombia, por fortuna, existe un consenso frente a la transición energética. El negacionismo del cambio climático no ha hecho carrera, pero existen diferencias frente a la celeridad del cambio y las señales que debe enviar el Gobierno Nacional. En la administración del presidente Gustavo Petro, estamos comprometidos a acelerar la transición energética tanto como sea posible. Nuestro compromiso, por supuesto, reconoce que la participación del sector privado es fundamental para adelantarla.
Gobierno y empresarios debemos encontrar sinergias para ser más efectivos.
La transición, además, es un proceso social y por eso no depende únicamente de las decisiones de gobiernos y empresas. La ciudadanía y las comunidades organizadas pueden ser protagonistas del cambio a través de sus decisiones de consumo y de sus iniciativas. En el sector de los servicios públicos en particular, los consumidores tienen la capacidad de cambiar el paradigma de prestación para propiciar la transición y contribuir a nuestros compromisos con la reducción de las emisiones de CO₂.
Con la instalación de paneles solares en sus hogares o la conformación de comunidades energéticas para autoabastecerse e incluso vender excedentes de energía, los consumidores se están volviendo en protagonista de la acción climática. Las comunidades energéticas son una de las principales herramientas para empoderar a la ciudadanía. A través de ellas, usuarios de servicios energéticos se organizan para generar, comercializar y usar eficientemente la energía de fuentes no convencionales renovables.
Estas iniciativas de generación distribuida aceleran la transición energética porque están abiertas a grupos de usuarios en cualquier ciudad o territorio de Colombia. Los proyectos e inversiones no dependen únicamente de las decisiones de gobiernos y grandes empresas, sino de la ciudadanía organizada.
Además de su contribución a la disminución de emisiones de CO2, tienen un impacto directo sobre el bienestar de las comunidades. De una parte, disminuyen el valor de la factura de energía y, en ciertas circunstancias, también pueden generarles ingresos. De otra parte, tienen el potencial de reducir la pobreza energética, especialmente de usuarios de zonas no conectadas al proveerlos de energía limpia, más barata y de mejor calidad. Por último, las comunidades de energía se convierten en una fuente de desarrollo económico en regiones apartadas.
Algunos lectores objetarán que en nuestro país la transición no es urgente, pues nuestra matriz de generación eléctrica se soporta primordialmente en energías limpias. Esta objeción pierde de vista que la tercera parte de la energía que consumimos resulta de combustibles fósiles. También ignora que somos particularmente vulnerables a los efectos del clima, especialmente al fenómeno de El Niño y que el servicio de energía en las zonas no conectadas depende de mayoritariamente de fuentes contaminantes.
La transición energética también es indispensable para democratizar la prestación del servicio de energía. En la medida en que la instalación de hidroeléctricas demanda grandes inversiones de capital, el mercado de generación tiene una estructura oligopólica. Pocos agentes tienen el control del mercado y una alta discrecionalidad en la definición del precio de la energía, lo que se traduce en tarifas más altas para los usuarios. Las comunidades de energía y otras iniciativas de generación distribuida pueden hacer el mercado de energía realmente competitivo. Además, no tienen el impacto ambiental y social que resulta de la construcción de grandes represas hidroeléctricas.
A pesar de sus beneficios, es poco lo que hemos avanzado en generación de energía distribuida. En la actualidad, menos del 3 por ciento de la energía que consumimos proviene de fuentes no convencionales renovables. El escaso desarrollo se debe, en una medida importante, a que no existen las señales para promover las comunidades energéticas y otras iniciativas afines.
Nuestro marco regulatorio tiene que adaptarse a un nuevo paradigma, pues las normas actuales están sesgadas en favor de la distribución centralizada. Por ejemplo, al día de hoy, las reglamentaciones no facilitan el acceso de proyectos de generación distribuida a la red de distribución. Tampoco es clara la regulación sobre la comercialización de los excesos de energía que resulten de las comunidades energéticas. Si queremos cumplirle al mundo con nuestro compromiso de reducir las emisiones de CO₂ en un 20 por ciento en 2030 y ser carbono neutrales en 2050, tenemos que asumir el reto de la transición energética con más decisión. Remover las barreras que desincentivan las inversiones en proyectos distribuidos, fomentar la creación de comunidades de energía, aumentar las fuentes públicas de financiación y atraer la inversión privada deben ser las prioridades de la política energética nacional.
Con la reforma a la ley 142 de 1994 buscamos establecer las bases jurídicas para acelerar este proceso. La democratización de los servicios públicos que acompaña la transición es indispensable para contribuir al objetivo global de reducir la temperatura del planeta, si no que es una apuesta para llevar los beneficios del desarrollo a todas las regiones del país.
DAGOBERTO QUIROGA
Superintendente de Servicios Públicos